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Por Stella Álvarez

Esta semana conversamos con el científico brasilero Everlon Rigobelo profesor de la Universidad estadual Paulista (Unesp), agrónomo y experto en microbiología, quien tiene una propuesta para salvar nuestros suelos de la degradación: usar las bacterias como fertilizante. La iniciativa del profesor Everlon llamó nuestra atención cuando la conocimos en una revista científica y nos pareció curiosa, pero hablando con él, comprendimos que su idea consiste en revivir los pasos que dio la naturaleza para afianzar la vida en la tierra.

Conversar con el profesor Everlon permite maravillarse con la ciencia y con la belleza de la naturaleza al mismo tiempo. Él lo dice con contundencia: “Los microorganismos, como por ejemplo las bacterias, están aquí hace aproximadamente 4 mil millones de años. Las plantas surgieron hace 700 millones de años, entonces, cuando las plantas surgieron en el mundo, los microorganismos ya estaban adaptados, totalmente adaptados para vivir en las condiciones de ese entonces”.

Pero no sólo fue que los microorganismos estuvieron primero que las plantas, científicos como el profesor Everlon piensan que es a ellos a quienes debemos el éxito de las plantas en su empeño por habitar el planeta y por lo tanto, el éxito también de la especie humana para subsistir. El proceso se puede resumir así:

“Como en todas las especies, aquellos microorganismos que no se adaptaron fueron eliminados y sobrevivieron los que funcionaron para vivir en aquella tierra primitiva donde no había la disponibilidad de nutrientes que existe hoy; no había material orgánico, la temperatura era muy alta, había los ciclos de lluvia, era una condición muy adversa y sin embargo los microorganismos vivieron así. Entonces, cuando las plantas surgieron, ellas tenían un gran riesgo de fracasar en su intento de colonizar la tierra.  ¿Y ahí qué pasó? Hubo la interacción microorganismos – plantas. Nosotros creemos que esa interacción que conocemos hoy, que es muy fuerte, esa interacción planta-microorganismo, surgió desde el mismo comienzo de las plantas; y los microorganismos son los grandes responsables del éxito que tuvieron las plantas en colonizar todos los ambientes terrestres”.

La propuesta del profesor Everlon es a la vez simple y compleja: cada planta interactúa con una cantidad enorme de microorganismos pero de unas cuantas variedades. Ella los escoge porque le ayudan a potenciar su crecimiento. Son muchos en número, pero el 95% son de la misma especie, ya que de alguna manera, es la interacción la que le conviene a ambos al microorganismo y a la planta. Cada planta tiene un mundo de interacción en la zona llamada rizosfera que se encuentra cerca a sus raíces. Así que: “No estamos inventando nada; estamos proponiendo favorecer con bacterias el crecimiento de las plantas que usamos para la alimentación de los seres humanos. Nutriendo los suelos con microorganismos, porque el suelo es un organismo vivo que es a la vez químico, físico y biológico. Hasta ahora se ha privilegiado el uso de químicos para su fertilización, creemos que es necesario retomar sus interacciones biológicas naturales para proteger el suelo de la degradación y a la vez para favorecer el crecimiento de las plantas que nos sirven de alimento”.

El grupo de investigación de la Universidad Estadual Paulista (Unesp) a la que el profesor Everlon pertenece, en concreto estudia el uso de 23 especies de microorganismos que han demostrado tener un efecto potenciador del crecimiento de varios tipos de plantas que son estratégicas para alimentar a los seres humanos.

El uso de seres biológicos como las bacterias, que de manera natural ya se encuentren en el suelo, puede ser una solución a su degradación ocasionada por el uso intensivo de grandes extensiones de tierra en monocultivos y por la fertilización con sustancias químicas, además de la fumigación con productos de alta toxicidad como los que se emplean desde hace varias décadas en la agricultura.
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Por Stella Álvarez

Jairo Restrepo es toda una institución en el campo de la agroecología mundial; su nombre y el de su proyecto, que bautizó “La mierda de vaca” se confunden y dan la sensación de ser lo mismo. Nació en Colombia pero su trayectoria de vida está vinculada a otros países y muy particularmente a Brasil, desde donde hace 40 años empezó a irrigar al mundo entero una propuesta que es a la vez filosofía de vida, proyecto social y práctica cotidiana: La agricultura orgánica más conocida como agroecología.

Su trabajo inició en 1980 cuando un compañero en Brasil encontró que la mierda de vaca se podía fermentar y convertirse en un fertilizante natural, al alcance de la mano para muchos agricultores. Empezaron a divulgar este saber en todo el país y desde ahí a Sur y Centro América, después a África, Europa y al resto de continentes. Se dio cuenta de que no se trataba de una simple técnica sino de un saber liberador para los campesinos y para la misma tierra: “Lo nuestro realmente ha sido una bio-revolución en manos de campesinos y campesinas. La mierda de vaca es una herramienta liberadora que se antepone al mercado global de la fertilización”.

Desde entonces su trabajo consiste en difundir la necesidad de una agricultura liberada de los productos hechos a base de petróleo como la que hoy domina el mundo y libre también de los monopolios de las empresas multinacionales que controlan los insumos, las semillas y la tecnología. Jairo tiene claro que su propuesta es una agricultura para la vida, que no considera alternativa porque “no tenemos otra opción, estamos frente a la vida o la muerte”. Pero contrario a la primera impresión que puede causar, su proyecto no consiste principalmente en reflexionar sobre los problemas y proponer nuevas teorías. Él inventa, crea y recrea, recupera fórmulas, caldos nutritivos y herramientas concretas para el avance de la agricultura orgánica. Ese conocimiento lo lleva a cada rincón del planeta ya sea a través de cursos presenciales o virtuales multitudinarios. Miles de personas, si, aunque cueste creerlo varios miles de personas ven sus videos donde enseña las técnicas agroecológicas, hacen preguntas, siguen sus indicaciones y así han construido una comunidad universal.

Este proceso de creación y recuperación de técnicas de la agricultura para la vida, es también un proyecto pedagógico de transformación social. La producción de conocimiento es el resultado del trabajo de toda la comunidad que integra al proyecto La mierda de vaca, es decir, miles de personas alrededor del mundo. Hace parte de la dinámica de interacción de los procesos de capacitación virtuales y presenciales. “Nosotros construimos propuestas tecnológicas trabajando con los campesinos alrededor del mundo, recuperando con ellos técnicas que han sido desplazadas, valorando los conocimientos de todos y convirtiéndolos en saberes prácticos que puedan ser implementados en el día a día”. Es una combinación de un saber ancestral con una capacidad técnica y operativa porque reconocen la necesidad de la tecnología, de una tecnología para la vida.

Su propuesta rebelde, como él la califica, cuestiona seriamente el papel que actualmente juegan las universidades. Cree más en el saber que se construye por fuera de ellas: “No solamente porque imparten conocimientos vetustos y anquilosados, sino porque están hechas para obedecer, no para cuestionar. Los sistemas de investigación de las universidades en casi todo el mundo están dirigidos por las industrias y financiados por las multinacionales, así que no es un saber confiable que pueda resolver los problemas urgentes que enfrentamos”. Por todo eso nos deja claro que la agricultura ecológica no es solo una técnica, tampoco es el reemplazo de insumos ni de fertilizantes. Es una propuesta educativa, de investigación y de comunicación entre iguales: “Se trabaja con la comunicación donde ambos sabemos, ambos ignoramos y en esas dificultades nos reconocemos mutuamente”.

La propuesta de agricultura orgánica es sin duda, tal como lo demuestra Jairo Restrepo, una filosofía de vida, una practica social y política, una forma radicalmente diferente de vivir, de relacionarnos entre nosotros, de producir conocimiento y de alimentarnos. Ojalá comprendamos pronto que el cambio no da espera.

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Por Stella Álvarez

Esta semana nos reunimos con Antonio Arbeláez, un antiguo habitante de una ciudad colombiana que un día decidió retornar al campo y adoptar una nueva identidad: la de “neocampesino”, es decir, una persona que se dedica al campo y a la agricultura sin que inicialmente ese hubiera sido su oficio o profesión. Empezó practicando la agroecología pero pronto se vio enfrentado a una cruda realidad: “Sin semillas no hay agroecología” y las nuestras están en peligro. Por eso desde hace 10 años, junto a otras 45 personas, integran una red que se dedica al cuidado de la vida, realizando una tarea muy particular: son custodios de semillas nativas y criollas en el departamento del Quindío (Colombia).

La primera inquietud que nos surgió fue ¿En qué consiste su oficio?; ¿Qué es ser un custodio de semillas? Nos explicó que: “Es una persona que identifica una semilla que ya no se usa o que está en peligro de extinción. La cuida, aprende sobre ella, selecciona las mejores, la siembra y luego la comparte, la intercambia o en ocasiones la vende. Cada custodio coge una semilla como si fuera el último encargo que le hicieran los dioses para salvar a la humanidad”. Quien se dedica a esta actividad, hace toda una tarea de rescatar la semilla, pero va más allá. Difunde sus usos, promueve sus preparaciones y trata de devolverle el lugar que ese alimento en algún momento tuvo en nuestra cultura alimentaria.

Y es que, aunque nos cueste creerlo, nuestras semillas necesitan custodios como Antonio y su grupo, porque corren peligro y tienen enemigos muy poderosos. “Para entenderlo, primero hay que saber que una semilla no es una pepa. Es un ser vivo. Es un niño dormido que está esperando que lo lleven a la oscuridad y al agua. Cada una de ellas porta información genética, del medio ambiente y de la cultura”. Ahí radica su fuerza, pero también su fragilidad. Porque resulta que este milagro que reproduce la vida tiene tres enemigos: en primer lugar las multinacionales que han monopolizado las certificaciones y ahora no es posible en casi ningún país, vender alimentos si la semilla no está certificada. Estas empresas para ganar más en su negocio, solo se dedican al comercio de semillas de pocas variedades de unos cuantos alimentos. Por ejemplo, nos dice Antonio, que en el mundo hay más de 37 mil variedades de frijol, pero se comercian sólo unas cuatro. ¿La razón?: necesitan facilitar los empaques, el transporte y el mercadeo y eso se logra solo si se dedican a vender millones de semillas pero de unos pocos tipos.

Los otros enemigos de las semillas son las leyes que actualmente y en casi todos los países, obligan a los agricultores a sembrar únicamente las semillas vendidas por esas multinacionales. Campesinos de todo el mundo son explotados cada vez que siembran los alimentos porque están obligados a comprar las semillas certificadas. Algunos de ellos por su resistencia al monopolio de las multinacionales han ido a parar a la cárcel. El otro enemigo somos nosotros mismos, que sin quererlo, hemos dejado que las compañías decidan qué comemos y cómo lo preparamos.

Para poner un ejemplo de la crisis de nuestras semillas, en Quindío había hace algunos años unas 17 variedades de maíz. Hoy, nos cuenta Antonio, solo se usan dos. Y eso sucede en todos los países con los alimentos tradicionales. Pero las semillas que están en peligro no son sólo las que se usan para producir alimentos. Igual riesgo corren las de algodón con que elaboramos nuestra ropa, las de las plantas medicinales, las semillas de las plantas usadas para producir canastos, empaques, sombreros, sillas etc. Es decir, el riesgo es para toda la reproducción de nuestras culturas.

Los frutos del trabajo de los custodios del Quindío son evidentes: venden sus alimentos en el mercado agroecológico, rescatan formas tradicionales de preparar alimentos y con orgullo Antonio dice, por ejemplo, que en su finca tiene al menos 57 tipos de yuca y que pronto harán un encuentro nacional de custodios de la yuca. Lo hacen porque saben que es necesario preservar esta riqueza, pero además porque comprenden la importancia para nuestra supervivencia, de tener alternativas a los pocos alimentos que hoy consumimos y que están en manos de las multinacionales.

La recuperación de nuestras semillas y de las maneras de preparar los alimentos es, sin duda, el primer paso para nuestra soberanía. No es posible pensar en salidas a la crisis alimentaria si primero no hacemos un ejercicio de liberación de nuestras prácticas y del material cultural y genético que guardan nuestras semillas.

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